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lunes, 4 de marzo de 2013

GLADYS SEMILLAN VILLANUEVA - ARGENTINA

ELLA
El cielo se había puesto insoportable, las nubes comenzaron una danza enloquecida, apretados nubarrones se superponían a frágiles guedejas de claros rosados, que intentaban resistir ese embate.
Extrañas figuras deambulaban en antojadizos movimientos , se apretaban, estrujaban odiosas unas sobre otras, fuerzas incontrolables las diseminaban sobre esa superficie que hasta un poco antes lucía casi transparente.
Se negaban, tercamente, a despejar un poco de cielo y dar paso a ella que tímidamente pujaba por pasar entre tanto gris oscurecido, por el encono que arrastraban.
El viento que las esparcía estaba alto, no había truenos ni rayos, era muy arriba que se desarrolla-va el feroz encuentro.
Desde mi ventana, miraba absorta , esta lucha de los elementos de la naturaleza.
Sentí que aquello se parecía mucho a las luchas de los hombres, a sus desencuentros, a las impo-ciciones de sus ideas con razón o sin ella, sin considerar a los demás, con esa dosis de superiori-dad malsana, dejando en el camino vidas inocentes, la avaricia del poder, el desenfreno del dominio, la avidez estúpida del YO, sin tener en cuenta que se cae, como caen indefensos los que van sojuzgados por esas voluntades perversas.
La lucha continuaba, el cielo cada vez más negro y ahora sí, relámpagos, cruzando imperiosos sobre ese dédalo de retorcidas nubes, todo estaba en el centro de la escena, casi parecía el preámbulo de una ópera que comenzaba mostrando el infierno.
Por momentos se abrían unos escasos claros que dejaban ver naranjas y rojos vibrantes, tan luminosos que parecían enceguecer, pero casi al instante se cubrían con voraces violetas que arrasaban la luz hasta hacerla desaparecer debajo de dominantes azules,
Aquello era una paleta enloquecida . Cómo dejar de mirar, cómo cerrar la ventana, si nunca mis ojos se habían topado con semejante espectáculo.
Soy de observar la bóveda celeste , como se suele decir, he disfrutado de la diafanidad de la vía láctea en noches claras de Sierra de los Padres, me he dejado seducir por las estrellas que caen, fugaces, misteriosas, la Cruz del Sur fue perseguida por mis ojos más de una vez, y las Tres Marías arrancaron oraciones de agradecimiento por todo lo que tenía oportunidad de vivir, eso que se me daba gratuitamente, donde solo debía poner atención a la obra suprema y gozarla.
Pero esto era tan diferente, encuentros y desencuentros y la expectativa de cuánto duraría esa lucha sin sentido, fuerzas en oposición, y ella deseando asomarse, librando también su batalla, pues había prometido salir, la esperaban. 1
Estos acontecimientos celestes lograron impacientarme, la curiosidad con la que comencé a mirar esa tormenta que se iba armando dejó paso a la inquietud.
De pronto dos nubes azules, gruesas, se enfrentaron, semejando brazos que se apretaban en manos fuertemente aferradas, tironeando cada una para su lado.
Corrieron el telón, apresuradas un tramo y luego extenuadas, terminaron de disipar el espacio al comprobar que por esa brecha estallaba una mancha roja, flamígera, diáfana, que giraba poseída expandiéndose, dando lugar a un círculo concéntrico de purísimo amarillo que avanzaba sosegado hasta alcanzar el diámetro deseado.
Todo fue un derroche de luz, se detuvo el tiempo, desaparecieron las negras sombras y la noche se vistió de fulminantes colores.
Observé mis manos, estaban anaranjadas, salí del cuarto, decidí darme un baño de esa luz que por primera vez doraba todo mi cuerpo y sin temor me quedé quieta en el medio del jardín.
Con suma cautela de ese centro perfecto otro círculo mucho más claro casi blanquecino, enorme, avasallante, se mostró benévolo, fue entonces que todo brilló como la plata.
Las hojas del follaje en sus extremos perdían el verdor, parecía que les había caído nieve lo mismo el césped, observé a mí alrededor y todo brillaba de la misma manera.
La arenilla de la calle se transformó en una superficie visible , segura.
Dejé ese lugar y con la imaginación recorrí los senderos de los bosques y los descubrí blancos por entre esa maraña de ramas retorcidas, proyectando sombras fantasmales y llegué a la orilla del mar, para ser atrapada por una visión inconfundible.
Majestuosa, reposaba sobre un lecho de fino terciopelo negro, tenso, nada perturbaba su presencia, todo era silencio, placer, me sentía convocada a la meditación a visualizar todos los paisajes que recibían su luz inmaculada.
Vi lagos con montañas al pie ,reflejándose perfectas como quien se mira en un espejo, encontré cascadas de voluptuosos saltos cuyas aguas se convertían en rutilantes chorros de diamantes, recordé la cuesta de Lipán en Jujuy, hacia las salinas, la ruta pura plata y las montañas negras.
La vi cayendo con toda su fuerza sobre el dolmen de a Pedra da Arca, camino a Fisterra en Galicia estrellando su blancura sobre esas ancianas piedras o proyectando la silueta de un pequeño puente romano sobre el cauce tímido del agua cerca de la catedral de Santiago.
Giré, decidí regresar, le di la espalda, me vine conversando con mi sombra, sin apuro, total que teníamos la noche entera para andar, para decirnos cosas.
Para saber que en ese instante Ella reinaba en buena parte del mundo, que tal vez otros vieron la lucha que emprendió para mostrarse como había prometido, que se dejaron cubrir por su blancura y su silencio.
Nos dejaba hablar, deseaba escuchar nuestros corazones, esos diálogos que la sangre emprende con la vida.
Curiosa de nuestras realidades, giraba plácidamente, nos miraba atenta, descubría con su mirada las idas y venidas de estos mortales, insatisfechos, orgullosos, desaprensivos.
Pero cada tanto, como esos buscadores de siluetas de un teatro, emitía destellos sobre aquellos cuyas vidas eran de entrega, dedicación, sacrificio, dueños de esa cuota de amor necesaria para sostener una obra maravillosa, La Vida.
Se encargaba de hacerles saber que los conocía, que estaban en su trayecto y que siempre por más difícil que fuera se dedicaría a iluminarles el camino.
Quería acompañarla, que supiera que tampoco ella estaba sola, allá arriba, locamente suspendida, primorosamente mencionada en poemas y todo tipo de escritos, admirada, seguida, desde este espacio verde, por quienes aún tenemos esa cuota de romanticismo o de locura y le sonreímos o lloramos.
Me había sentado en el césped con la espalda apoyada en el tronco de un pino, no sé cuánto tiempo pasó, me quedé adormilada, solo sé que al regresar la mirada al cielo ya comenzaba la alborada.
El rocío había caído sobre mi cuerpo, no me molestaba era una sensación de frescura, me puse de pié presurosa, la busqué entre los árboles, allí estaba,
Reina y señora se iba esfumando en el celeste rosado de la mañana.
Pero tuvo tiempo de mirarme.
De mirarnos.

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